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“Las misiones del Río Colorado”, de Manuel Rojas

agosto 6, 2019
Manuel Rojas Ok - “Las misiones del Río Colorado”, de Manuel Rojas

CIUDAD DE MÉXICO (apro).- El sociólogo, historiador, dramaturgo y guionista Manuel Rojas publicó su reciente estudio “Las misiones del Colorado. San Pedro y San Pablo de Bicuñer, La Purísima Concepción de los Yumas” (Fondo Regional para la Cultura y las Artes del Noroeste/Instituto de Cultura de Baja California, 220 páginas).

En la presentación del volumen, a cargo de los arqueólogos Juan Martín Rojas Chávez (Museo Nacional de Antropología) y Antonio Porcayo Michelin (Centro INAH Baja California), se observa:

“Durante el desarrollo del proyecto del Centro INAH Baja California: Registro y Rescate de Sitios Arqueológicos de Baja California-Fase Municipio de Mexicali, en el año 2009, específicamente, en la zona de las dunas de Algodones, en busca de asentamientos prehistóricos, Manuel Rojas tuvo un acercamiento crítico con los que aquí suscriben como pionero indiscutible en la búsqueda de la misión perdida de San Pedro y San Pablo de Bicuñer.”

Manuel Rojas, nacido en 1958 en Guadalajara, Jalisco, ha publicado los libros Joaquín Murrieta, El Patrio, La estrella dividida: el Kilómetro 57. Heraclio Bernal: así se gestó la Revolución Mexicana. Paso de Los Algodones, y Apaches, fantasmas de la Sierra Madre. A continuación, un fragmento del comienzo de este ensayo ilustrado, a cargo del autor, para nuestros lectores.

Introducción
A inicios de 1998 me propuse continuar la pista de Pablo L. Martínez sobre la misión franciscana de San Pedro y San Pablo de Bicuñer, en una vaga referencia que encontré, apoyada por una serial cartográfica del siglo XIX, y donde descubrí que en realidad eran dos misiones; pues en el río Colorado y en sus márgenes este y oeste se asentaban varias rancherías de indios quechans o yumas, como dieron en llamarlos los españoles.

La misión hermana de Bicuñer era nada menos que La Purísima Concepción, situada originalmente en una loma formada por razón natural en la confluencia de los ríos Gila y el Colorado.

Todo comenzó en 1777, cuando Francisco Garcés, párroco de San Xavier del Bac y Juan Díaz de Caborca, hicieron caer en cuenta al virrey, Antonio María de Bucareli, sobre la conveniencia de apuntalar el trazo y vinculación de la ruta terrestre abierta de Sonora a la Nueva California, por el visionario Juan Bautista de Anza.

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Las misiones católicas, igual que las jesuitas, franciscanas o dominicas, fueron instaladas siempre en función de la expansión territorial y la colonización del septentrión de la Nueva España. Anterior a las dos expediciones terrestres del explorador De Anza, el puerto de San Blas, Nayarit, era la base para proveer los asentamientos coloniales en la península de la antigua California, cuyos yermos territorios carecían del agua y la feracidad de los suelos de la Alta California, extendida hasta entonces sólo hasta San Diego de Alcalá, San Gabriel y San Buenaventura. Pero había que llegar más al norte, y ahí fue donde el temple y la circunstancia del nativo de Fronteras, Sonora (Juan Bautista de Anza), colmó la ambición virreinal al fundar Monterrey y San Francisco, en sus épicas marchas de 1774 y 1775.

El propósito de este libro es referir a la historiografía oficial del norte de México, una más de las graves omisiones en las que se ha incurrido a la hora de relatar lo que fue la conformación de la Nueva España y el despropósito de ocultar una saga épica que devino en tragedia: la rebelión y masacre de los yumas, a consecuencia de una fallida estrategia del entonces comandante de las Provincias Internas de Occidente, don Teodoro de Croix, causante intelectual del martirio de los franciscanos Juan Díaz, Francisco Garcés, Joseph Marías Moreno y Hermenegildo de Barreneche, cuyo sacrificio abonó con sangre el mestizaje y la colonización del delta del río Colorado, en donde hoy convergen Sonora y Baja California.

Por supuesto que los padres Garcés y Díaz tuvieron como inspirador a fray Eusebio Francisco Kino, quien, enrolado en la orden de los jesuitas, llegó a Veracruz el 3 de mayo de 1682. Nombrado misionero y cosmógrafo por la autoridad virreinal, arribó primero a la Antigua California, donde fundó la Misión de Nuestra Señora de Loreto.

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Casi cien años después, el 22 de agosto de 1777, fue designado por cédula real Francisco Teodoro de Croix como primer comandante general de las Provincias Internas de Occidente, quien, a su vez, fijó como su residencia y capital al pueblo de Arizpe, conforme el bando siguiente:

Habiéndoseme designado la piedad de S.M. conferirme el empleo de gobernador y comandante general en jefe de las provincias de Sonora y Sinaloa, las de Nueva Vizcaya [Chihuahua y Durango], Nuevo México, Coahuila, Texas y California, se sirvió expedirme con fecha del año pasado de 1777, las instrucciones que debía observar, en las cuales al capítulo 50, manda S.M. [su Majestad]que, con la mira de que me halle en proporción de ocurrir personalmente o con oportunas providencias a los parajes más distantes del gobierno; establezca mi residencia en este pueblo de Arizpe situado sobre el Río Sonora […]. 
(Archivo General del Estado de Sonora)

Con el objetivo de expandir a frontera norte de la Nueva España, concurrieron un serial de causales a partir del renacimiento económico de España, bajo el reinado de los Borbones y del equilibrio militar con sus adversarios europeos: Inglaterra y Francia.

La plataforma del virreinato novohispano para tal propósito fue la instauración de una línea de presidios, fuertes de troncos y adobes, para contener la residencia de los llamados indios bárbaros, cuyas incursiones, merodeos y asedios buscaban desalojar a los intrusos de sus corredores de caza y recolección ancestrales. Los españoles habían llegado para quedarse y fue así como:

Para mantener su dominio en las tierras del Norte, la Corona española se valía de las compañías veteranas, las compañías volantes, que estableciera Croix y las compañías volantes, que estableciera Croix y las compañías presidiales. Estas últimas, radicadas en territorio hostil, soportaban el peso de la guerra, casi continua, con los bárbaros. Estas compañías presidenciales, integradas por nacidos en Nueva España, a veces por razas mezcladas, eran tropas pintorescas avanzadas en la lucha contra los elementos y los bárbaros, guarnecían un puesto fortificado que era el presidio.
(Archivo General del Estado de Sonora, p. 14)

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Estas abnegadas, mal pagadas y escasas tropas tenían que patrullar constantemente, enganchar al enemigo y destruirlo, cuidar de las conductas (trenes de carreteras), participar en campañas generales, reparar las fortificaciones y el equipo, vigilar los caminos, servir de mensajeros. Es admirable cómo pudieron subsistir como elemento de expansión de la Corona a lo largo del siglo XVIII. Los soldados de cuera lograron la consolidación del avance. Fueron el ejército fronterizo de las provincias internas. Eran auténticos y atrevidos adelantados.

El presidio (una designación de origen) era un modesto fuerte establecido en territorio hostil indio, al norte de México; una institución probablemente tomada de los árabes (moriscos) ocupantes de España o, tal vez, más lejanamente de los romanos. Estos establecimientos proliferaron en la última mitad del siglo XVII, y se afianzaron en el siglo XVIII, especialmente en la provincia más azotada por las tribus agresivas, la Nueva Vizcaya. Nunca hubo demasiados de estos puestos –24 en total a fines del siglo XVIII– y algunos repartidos tierra adentro. Los puestos avanzados eran, de Oriente a Poniente: San Agustín, Apalache, Panzacola (sic), Los Adaes, La bahía, San Antonio, San Juan Bautista, Río Grande, San Sabá, El Paso, Santa Fe, Janos, Fronteras, Terrane (Santa Cruz), Tubac…





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