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Voces de la pandemia | “La convivencia interna se ha vuelto una cárcel”

julio 30, 2020
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Daniela, estudiante de 19 años, expone su situación emocional: “Me siento sola y atrapada; atrapada en una casa que apenas reconozco como mi hogar; mi televisión se volvió aburrida; mi espacio para fumar, monótono; mi celular, un mal augurio; la comida, una mera necesidad sin título de gusto…”

CIUDAD DE MÉXICO (proceso).- Cuando no hay marcha atrás, el abandono y la impotencia nos llegan a todos y nos carcomen el alma…

Mi mundo y el de otros millones de seres humanos se ha visto amenazado desde hace cinco meses con el inicio de la pandemia; para todos el futuro sigue siendo incierto. Con las pocas restricciones impuestas en México y la actuación pobre de miles de ciudadanos, la situación no tiene un final establecido. Todos nos vimos en la necesidad de abandonar nuestras costumbres y recluirnos en nuestras casas, que no siempre se sienten como un hogar. La diferencia recae en el sentimiento de seguridad y amor que existe en cada casa, y no siempre tendremos ganas de estar ahí, por muy buen hogar que sea.

En mi caso, me recluí tres meses consecutivos en mi hogar hasta que la histeria, la ansiedad y la soledad se apoderaron de mis sentimientos y decisiones. Empecé a salir a casas de amigos para sentirme más acompañada y el resultado no fue el que esperaba. Así como de mí, la histeria se apoderó de todos mis seres queridos y mi círculo social se comenzó a colapsar rápidamente.

Hoy por hoy me siento sola y atrapada; atrapada en una casa que apenas reconozco como mi hogar. Mi televisión se volvió aburrida; mi espacio para fumar, monótono; mi celular, un mal augurio; la comida, una mera necesidad sin título de gusto, pero en cambio, mi cama se convirtió en mi mejor amiga, se volvió más cómoda y reconfortante y, con el paso del tiempo, mi confidente y mi caja fuerte de lágrimas. Desde hace un mes mi almohada sólo escucha lamentos, problemas y cada vez menos soluciones.

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Siempre se habla de cómo la compañía de uno mismo ayuda a sanar heridas y traer soluciones a los problemas que nos atormentan; pero para mí, ese momento de convivencia interna se ha vuelto una cárcel. Mis pensamientos se volvieron rehenes de mis sentimientos. Los captores son implacables. Cualquier pensamiento es digno de atacarse y de ser aprehendido.

Este encarcelamiento produce tres cosas en mi cuerpo: estrés, ansiedad y un mar de lágrimas. El llanto actúa como una señal de alerta de que todo prisionero en la cárcel de mi mente está recibiendo torturas imparables. La ironía de la situación es que la única responsable de ese cautiverio soy yo, pues yo tengo la llave maestra que abre todas las celdas. Sin embargo, me da miedo dejar mis pensamientos en libertad; temo que al dejarlos ser pierda el control de los prisioneros y, sin saber, les dé rienda suelta a los captores.

Si no puedo controlar mi mente, ¿cómo puedo controlar las situaciones que me aquejan diariamente? De esta forma, una pelea con mi mamá se convierte en la lucha libre; una discusión con mi mejor amiga se convierte en una guerra mundial, y un desamor se transforma en el fin del mundo. Entre mis pensamientos confinados, mis sentimientos desmedidos y el cúmulo de problemáticas que me arrinconan, me convierto en una prisionera más de la vida. A mis 19 años, por primera vez entiendo cómo se siente la verdadera impotencia.

Pero mi única opción es aguardar. Espero que el día de mañana el mundo se apiade de mí. Anhelo que mis sentimientos me tengan compasión y le imploro a mis captores que me dejen en libertad.

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*Estudiante

Este texto se publicó en el número 2282 del semanario Proceso cuya versión digital puedes adquirir aquí.

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